Por Miguel Ernesto Leetch San Pedro, Magistrado de Circuito adscrito al Pleno Regional en Materias Penal y de Trabajo de la Región Centro-Norte, con residencia en la Ciudad de México.
Cada 25 de noviembre, el calendario nos recuerda una deuda histórica: erradicar la violencia contra la mujer. Sin embargo, más allá de la fecha, este día debe representar un compromiso activo con las millones de mujeres que aún viven en contextos de violencia, desigualdad y desprotección institucional.
En México, la violencia de género es una emergencia estructural. Los datos son alarmantes, pero detrás de cada cifra hay un rostro, una historia, una vida que clama justicia. Y es justamente en la impartición de justicia donde enfrentamos uno de los mayores retos para garantizar el acceso efectivo a los derechos de las mujeres.
Si bien en los últimos años se han logrado avances normativos —como el reconocimiento del feminicidio como delito, la implementación de órdenes de protección y la obligatoriedad de juzgar con perspectiva de género—, estos progresos conviven con prácticas que aún obstaculizan una verdadera transformación del sistema.
Una de las más grandes barreras es la revictimización. Muchas mujeres que se atreven a denunciar terminan enfrentándose no solo a su agresor, sino también a un aparato institucional que con frecuencia resulta lento, insensible o indiferente. El temor a no ser creídas, la falta de seguimiento a sus casos y la persistente impunidad terminan por desalentar la búsqueda de justicia.
A ello se suman desafíos estructurales: la falta de capacitación con enfoque de género en todos los niveles del sistema judicial, la escasez de recursos para fiscalías especializadas y las brechas geográficas que impiden que mujeres en zonas rurales o marginadas accedan a una defensa adecuada.
Erradicar la violencia contra la mujer exige mucho más que leyes. Exige voluntad política, presupuestos suficientes, operadores de justicia capacitados y, sobre todo, una transformación cultural que deje atrás estereotipos y roles de género que perpetúan la desigualdad.
En este 25 de noviembre, más que conmemorar, urge actuar. Como sociedad, como instituciones y como personas juzgadoras o defensoras de derechos, tenemos la obligación ética y legal de construir un sistema que no tolere la violencia, que escuche, proteja y repare.
El acceso a la justicia no debe ser un privilegio ni una batalla. Debe ser una garantía.
Porque una justicia sin perspectiva de género no es justicia. Y mientras exista una sola mujer sin acceso real a la justicia, nuestra labor seguirá incompleta.








